[Publicado en el número 56 de la revista La Maleta de Portbou. CITA: Sales, A. (2023) Compasión, violencia y control social de la pobreza. La Maleta de Portbou. Núm. 56. Enero-Febrero 2023.]

La aporofobia es el miedo o rechazo a la pobreza y a las personas que la experimentan. El concepto fue acuñado en los años 90 por la catedrática de Ética y Filosofía Política Adela Cortina. En 2017, el término aporofóbia fue incluido en el Diccionario de la Lengua Española y en los últimos años ha sido utilizado por activistas, académicos y organizaciones sociales para denunciar las situaciones de discriminación que viven las personas en situación de pobreza extrema a causa de sus condiciones de vida. 

Las expresiones más brutales de violencia motivadas por esta aporofobia generan rechazo social. Las agresiones a personas sin techo, la vejaciones y los insultos provocan una condena social casi unánime. Qué decir de asesinatos como el de Rosario Endrinal, la mujer que fue quemada viva por tres jóvenes de entre 16 y 18 años en un cajero automático de Barcelona en 2005. Sin embargo,  en estos casos la atención mediática suele ocultar el hecho que la aporofobia se fundamenta en discursos hondamente enraizados en unas creencias y prejuicios sociales acerca de “los pobres”, que no son el producto de ideologías reaccionarias sino algo mucho más complejo. 

Para comprender los discursos en que se basa la violencia institucional y simbólica que reciben las personas en situación de pobreza hay que hacer referencia a la construcción de las  “sociedades de clases medias” occidentales de la segunda mitad del siglo XX.  

Durante las décadas de expansión de los Estados del bienestar, la preocupación por la pobreza que se resiste a desaparecer a pesar del crecimiento económico y de la construcción de mecanismos de protección social para las clases trabajadoras lleva a lo que Zygmunt Bauman denomina el descubrimiento de la clase marginada: una amalgama de colectivos y personas que quedan fuera de la sociedad mayoritaria por llevar estilos de vida no convencionales y, casi siempre, moralmente reprobables. El lumpenproletariado descrito por Marx que persiste en un entorno socialdemócrata adquiere nuevos matices y genera nuevos rechazos. Cuando el Estado benefactor se presenta como un proyecto de unas amplias clases medias que simbolizan un estilo de vida mayoritario, compartido y deseable, la pobreza se convierte en un fenómeno social anormal y fácil de estigmatizar. En las sociedades del bienestar, el consumo y el pleno empleo, “ser pobre” consistía, ante todo, en no tener ingresos ni trabajo en el mercado laboral. Con tasas de desempleo cercanas a cero resultaba sencillo atribuir la pobreza a la vagancia y la inadaptación social. Para unas clases trabajadoras identificadas con las políticas socialdemócratas y con la ética del trabajo industrial, era política y emocionalmente cómodo aceptar que la pobreza era resultado de comportamientos desviados, construyendo una alteridad en “el pobre” que, en las ciudades fordistas, se encarna en el habitante de barrio marginal o en el vagabundo sin hogar.

En ese contexto de abundancia se tendió a obviar las causas estructurales de marginación de personas y colectivos que acumulaban múltiples factores de exclusión social. Las lagunas en la protección social de los hogares monoparentales o no normativos, la discriminación racial y étnica, o los vacíos en el apoyo social a personas con enfermedades mentales, quedaron en un segundo plano detrás de la centralidad de las características individuales y a comportamientos desviados que debían ser estudiados y convertidos en objeto control. Un control que se ejercía a través de programas de asistencia social que tenían como objetivo la inserción socio-laboral o mediante la represión policial y el sistema penal para los individuos cuyos comportamientos fueran incompatibles con la sociedad de las “clases medias”. 

La expansión de los riesgos sociales y de la precariedad que se abre a partir de la crisis del welfarismo y de la imposición de programas políticos neoliberales no erosiona esta identificación de “los pobres” como esos “otros” con características diferentes de la sociedad “integrada”. Más bien al contrario, los ataques neoliberales a las políticas sociales beben de esta consideración de la pobreza como problema individual, fracaso individual o desviación de lo moralmente correcto. 

Aprovechadas y malas madres

En 1976, Ronald Reagan estaba en su campaña para disputarle a Gerald Ford la candidatura republicana a la presidencia de los Estados Unidos de América. En enero, en un estrado de Asheville, Carolina del Norte, el aspirante afirmó: “En Chicago, encontraron a una mujer que tiene el récord. Usó 80 nombres, 30 direcciones, 15 números de teléfono para recolectar cupones de alimentos, Seguro Social, prestaciones de veteranos para cuatro esposos fallecidos inexistentes, así como transferencias para la asistencia social”. Reagan mencionó esta historia en sus discursos en repetidas ocasiones durante los siguientes años para ilustrar la necesidad de controlar y reducir las prestaciones asociadas a los programas sociales que consideraba que promovían la vagancia a costa de los impuestos de los contribuyentes. 

Detrás de la anécdota hábilmente utilizada por Reagan y su equipo para apelar a los valores del esfuerzo y el mérito social, se esconde un caso real, el de Linda Taylor, una mujer arrestada por fraude en 1974 que, efectivamente, utilizó mil y una argucias para sustraer de las arcas públicas grandes sumas de dinero. El caso de Taylor sirvió para consolidar el mito de las “welfare queen”, mujeres afroamericanas que viven de las ayudas sociales, sin empleo y sin intención de buscarlo, que tienen hijos para hacerse con más ayudas a los que no cuidan adecuadamente y a los que transmiten su gusto por el parasitismo social. Aunque Josh Levin, autor de una reciente biografía de Taylor, afirma que su vida y sus estrategias se asemejan más a las de una estafadora de alto nivel que a las de cualquier perceptora de ayudas sociales, el caso se convirtió en categoría y alimentó la predisposición contra las ayudas sociales a la población de los barrios marginados de mayoría negra. Sin ir más lejos, el primer Gobierno de Artur Mas en la Generalitat de Catalunya utilizó un discurso similar para justificar la reforma de la Renta Mínima de Inserción, en agosto de 2011, que dejó fuera de esta prestación a muchas familias. Un conseller llegó a manifestar en rueda de prensa que habían detectado que algunos hogares estaban suscritos a televisión de pago. 

El éxito de los discursos neoliberales sobre la pobreza se debe en gran parte a que están fundamentados en prejuicios compartidos por amplias mayorías sociales que se identifican con los valores de las “clases medias”.  Asumir que las personas en situación de pobreza no saben administrar sus vidas y someterlas a una sospecha permanente de parasitismo social forma parte del sentido común compartido por las personas que gozan de una posición económica y social bienestante y por aquellas que viven mal más que bien de un salario. Estos prejuicios no sólo han justificado y justifican decisiones políticas antisociales sino que también guían políticas públicas y actividades caritativas. 

Durante algunos años, se reeditó anualmente en todo el territorio español una campaña de captación de fondos llamada “Ningún niño sin bigote”. Se trataba de una acción de recogida de donativos económicos con el objetivo de que los Bancos de los Alimentos y la fundación bancaria Obra Social de La Caixa pudieran adquirir leche para hacerla llegar a los niños y niñas de familias sin recursos. En 2015, fecha de su lanzamiento, y en años posteriores, se apelaba a caras populares así como al público general a compartir en sus redes sociales una fotografía con el “bigote” blanco que deja la leche acompañada de la etiqueta #ningunniñosinbigote. Esta acción, que disfrutó de bastante éxito entre personajes populares de la cultura y el deporte, servía para promocionar la campaña así como para realizar una demostración individual de sensibilidad y buena voluntad. 

En su lanzamiento, la web de la campaña dedicaba un espacio a explicar la importancia de la buena nutrición para el desarrollo de la infancia y el relevante papel de la leche como alimento básico. Lo que no explicita la web es porque las familias beneficiarias deberían preferir recibir leche que el dinero para comprarla. Si la preocupación es la buena nutrición de las niñas y niños de familias empobrecidas, ¿por qué no transferir las donaciones en efectivo? Quizá esos padres y madres preferirían seguir acudiendo a las tiendas para comprar leche, pasta, legumbres o aquello que consideren más apropiado según sus gustos, prioridades o preferencias culturales. 

El empeño por sostener una estructura logística para llevar cartones y botellas de leche a las niñas y niños “pobres” adquirida con dinero de donantes particulares e institucionales debe tener muchas justificaciones, pero existe una causa que sin duda es relevante: la falta de confianza en que las personas adultas destinen el dinero recibido de las organizaciones sociales en el bienestar de sus hijos e hijas. Una falta de confianza asentada en la creencia de que los valores de padres y madres sin ingresos económicos son distintos de los que orientan las paternidades y maternidades de quienes impulsan la campaña. Se trata de personas incapaces de administrarse correctamente o vagas y aprovechadas. O quizá reúnan todas estas características al mismo tiempo. 

Vagabundos, vagos y maleantes

La construcción de estereotipos alrededor de la pobreza extrema que persiste en las sociedades opulentas entre los años 80 y los 2000 también bebe de la individualización de los problemas sociales. Los estudios sobre las personas sin techo y sin hogar en EEUU y en Europa contribuyeron a la descripción de un objeto de análisis y de intervención social con necesidades propias y características de estilos de vida desviados o marginales. Este estereotipo cumple dos funciones esenciales: por un lado, permite a la ciudadanía de vida “normalizada” mantener la certeza de que, por mal que vayan las cosas, nadie es víctima de las formas más extremas de pobreza urbana si no tiene vinculación con vicios, comportamientos desviados o con una genérica “mala vida”. Por el otro, la culpabilización de la víctima siempre resulta un modo eficaz de romper vínculos morales. Uno no se puede responsabilizar de la suerte de quién se ha labrado su mala situación y, si lo hace, la motivación es la compasión. 

Identificar a las personas que viven la pobreza como desviadas con comportamientos distintos a los propios es el primer eslabón de la escalera de la aporofobia. El tratamiento mediático de la miseria contribuye a esta diferenciación. El sinhogarismo constituye un ejemplo paradigmático de perpetuación de estereotipos a través de discursos aparentemente contrapuestos.

Buena parte de los artículos, crónicas y reportajes referidos al sinhogarismo adoptan el discurso del fracaso individual y presentan a la persona sin techo como alguien que vive las consecuencias de sus malas decisiones, de su falta de compromiso con el trabajo o de sus vicios y adicciones. A menudo, aunque no siempre, este discurso aparece combinado con un discurso de rechazo que presenta la persona en situación de pobreza extrema como una molestia para una comunidad o un vecindario, poniendo en el centro de la narrativa aquellas actitudes que generan un impacto negativo en la gente “normal” cuya vida se ve afectada negativamente por la presencia de personas sin techo cerca de sus hogares. En estos textos y productos audiovisuales se habla de indigentes que tienen comportamientos antihigiénicos o peligrosos, se suele poner énfasis en la suciedad o las peleas para justificar una demanda de actuación de una autoridad frente a un agravio hacia la ciudad y sus gentes. Los agraviados que suelen aparecer como voces autorizadas en los reportajes son vecinos pero sobre todo comerciantes que afirman que su actividad económica se ve perjudicada. 

La contestación al discurso del rechazo suele estar protagonizada por entidades sociales que atienden a personas sin techo. Ya sea a través de sus propios productos audiovisuales y escritos, o participando en piezas informativas como voz experta, las oenegés contribuyen a configurar la imagen de las personas sin hogar y a condicionar la opinión pública acerca de las vías de solución a sus problemas. El tono y la orientación de los mensajes públicos de las entidades depende en gran medida de la necesidad de captar la atención sobre su causa a ciudadanas y ciudadanos que se sientan conmovidos por historias personales y que convencidos de la buena labor de la organización, se impliquen o realicen aportaciones económicas. Por un lado, este discurso acaba sobrevalorando la capacidad de las actividades solidarias para solucionar los problemas sociales. Por el otro, contribuye a la disociación de intereses entre la población “normalizada” a la que se dirigen las acciones comunicativas y la población atendida a la que se representa como víctima del infortunio, o incluso de sus malas decisiones, pero que merece compasión. 

Desgraciadamente, los discursos acerca de las formas extremas de pobreza basculan entre el rechazo y la compasión sin abandonar la división entre la población “normalizada” y la población marginalizada, olvidando que el sinhogarismo es la expresión extrema de la exclusión del mercado de la vivienda, de la precariedad laboral, de la falta de protección social y de las leyes migratorias. Resulta difícil hacer frente a los discursos de odio y rechazo sin romper con la alterización de esta amalgama de gentes en situaciones extremas que son “los pobres”. Comprender que los comportamientos, las decisiones, y las emociones de las víctimas de la pobreza no son diferentes a las de periodistas, empresarios, profesionales de la sanidad o de lo social, maestros o profesoras, es el primer paso para combatir la aporofobia. 

Parecer pobre… y buen pobre

El rechazo y la compasión pueden ser dos caras de la misma moneda. Afirmaciones como “los pobres son manirrotos que no saben administrar el dinero”, “mejor dar comida que dinero para evitar que se lo gasten en drogas o alcohol”, “la pobreza lleva a la delincuencia” o “los pobres no necesitan ayudas sino un empleo” se pueden sostener simultáneamente desde la aporofobia o desde la caridad. De hecho, la intervención social con personas en situaciones de marginalidad tiende a crear herramientas de control que garanticen que las personas perceptoras de ayudas sociales (públicas o de entidades del tercer sector) sean merecedoras de las mismas y destinen el dinero recibido a unas necesidades predefinidas por profesionales especializados. 

Las instituciones que ayudan a las personas en situación de pobreza a cubrir sus necesidades ejercen de administradoras de la escasez. A veces a su pesar, a veces por convicción, organizaciones de la sociedad civil y servicios sociales públicos deben dirimir si “los pobres” son merecedores o no de su ayuda. Prestaciones, ayudas económicas de emergencia o lotes de alimentos, en cualquier transferencia de recursos se decide si la persona o familia beneficiaria está realmente necesitada y si existe un esfuerzo por su parte para salir de su situación de dependencia.

Las formas en que el imaginario de la “gente de bien” ayuda a construir la figura de “los pobres” sospechosos de aprovecharse de las ayudas es una forma de violencia simbólica clasista que orienta las políticas públicas. sospechosos de estar gastando el dinero inapropiadamente. Los que no sufren la pobreza en su día a día viven convencidos de que en caso de caer en desgracia encontrarían mejores formas de administrarse que la vecina del tercero que va a servicios sociales pero acaba de comprarse un nuevo teléfono. Aún siendo conscientes de la magnitud de las crisis que nos golpean, en conversaciones familiares o entre vecinos se sigue comentando que tal familia viviría mejor si no gastara tanto dinero en comida basura o si no comprará cosas innecesarias por una conocida plataforma on line. Cualquier pequeño lujo es susceptible de escrutinio porque no sólo hay que ser pobre, es imprescindible parecer pobre. 

Los mecanismos de protección social también están sujetos a una valoración de merecimiento íntimamente ligada al mercado laboral. Recibir recursos significa demostrar constantemente la carencia, la voluntad de buscar empleo o la incapacidad para trabajar. Aunque la precariedad laboral se extienda y noticias acerca de las estadísticas de “trabajadores pobres” aparecen recurrentemente en los medios de comunicación, la fe en el empleo como mecanismo de integración social sigue alimentando las resistencias a políticas de garantía de rentas o al reconocimiento de derechos desligados del mercado laboral. Está socialmente aceptado que una persona de 70 años reciba una prestación por jubilación que le permita mantener un nivel de consumo relativamente confortable siempre que haya cotizado durante toda una vida laboral. Pero al mismo tiempo, se acepta que una persona cuyo trabajo no haya generado esa cotización – una mujer dedicada toda la vida a tareas de cuidados o un peón agrario, por ejemplo – malviva durante su vejez de una pensión no contributiva. 

Este sistema de creencias y valores asentado sobre la centralidad del mercado laboral justifica que las transferencias sociales se condicionen a la búsqueda activa de empleo. Lo que se ha venido a denominar “workfare” actúa como herramienta de sumisión al trabajo precario de los sectores más empobrecidos de la población. La evidencia empírica sugiere, que si el objetivo de las políticas públicas fuera la protección social, deberíamos avanzar hacia sistemas de garantía de ingresos desvinculados de las posiciones de las personas en el mercado laboral. Habida cuenta que el mérito y el esfuerzo poco tiene que ver con los ingresos o el patrimonio, la justicia social no puede descansar sobre la remuneración del trabajo asalariado. 

Hablar de pobreza es hablar de desigualdades

“Ayudar a los pobres” genera un consenso que resulta imposible cuando se habla de reducir las desigualdades. En el capitalismo global se puede problematizar la pobreza y mostrar preocupación por ella, esquivando mención alguna a las desigualdades. El individualismo hace posible la normalización del crecimiento de la desigualdad y de la convivencia de la opulencia más extrema con formas de miseria que afectan a centenares de miles de personas. 

La madrugada del 30 de noviembre de 2021, dos personas adultas y dos niños murieron en el incendio que afectó al local comercial que ocupaban ilegalmente para vivir en la Plaza Tetuán de Barcelona. La familia llevaba más de un año viviendo en unos bajos abandonados propiedad de una entidad bancaria. La tragedia causó un gran impacto entre la ciudadanía y revuelo en la prensa. Se comentó que hacía más de un año que los servicios sociales conocían el caso, que los niños estaban escolarizados y recibían los cuidados adecuados, que se había inspeccionado el local y la evaluación de riesgos no había sugerido la necesidad de un desalojo. Algunos artículos ahondaron en el círculo vicioso que impide a las personas extranjeras obtener permisos de residencia y de trabajo y que, en consecuencia, obstaculizan su inserción laboral. 

En todas las grandes ciudades del mundo crece el número de personas que no pueden acceder a una vivienda, con o sin empleo, con o sin permiso de trabajo y residencia. La propiedad inmobiliaria es uno de los principales ejes de desigualdad y el mercado de vivienda un mecanismo de explotación y desposesión. Incluso frente a este tipo de tragedias, el marco a través del cual nos aproximamos a la pobreza nos limita a imaginar soluciones individuales: papeles, trabajo, ingresos e inserción. La tragedia de la plaza Tetuán es la expresión de las profundas y crecientes desigualdades sobre las que se sustenta, cada vez con más dificultades, el capitalismo global. Desigualdades que vienen marcadas por el capitalismo a nivel económico, el patriarcado a nivel de género y el racismo institucional a nivel jurídico. Imaginar el fin de la miseria requiere plantear el reconocimiento del derecho a la subsistencia digna fuera de los mercados (en especial del laboral y del inmobiliario) y ese camino no se anda con “políticas para pobres”. 

Considerar que las personas que sufren la pobreza más extrema tienen las mismas necesidades que el resto de la población y que no son “otras” que requieren un monitoreo constante de sus vidas, deconstruir la violencia simbólica e institucional que pesa sobre sus vidas, es el primer paso de cualquier propuesta igualitarista.