RESUMEN DE LA INTERVENCIÓN EN EL SEMINARIO DE INNOVACIÓN EN ATENCIÓN PRIMARIA. MADRID. 21 Y 22 DE FEBRERO DE 2020
La aporofobia es el miedo o rechazo a la pobreza y a las personas que la experimentan. El concepto fue acuñado en los años 90 por la catedrática de Ética y Filosofía Política Adela Cortina. En 2017, el término aporofóbia fue incluido en el Diccionario de la Lengua Española y en los últimos años ha sido utilizado por activistas, académicos y organizaciones sociales para denunciar las situaciones de discriminación que viven las personas en situación de pobreza extrema a causa de sus condiciones de vida.
Las expresiones extremas de aporofobia generan rechazo social. Las agresiones a personas sin techo, la vejaciones y los insultos provocan una condena social casi unánime. Qué decir de asesinatos como el de Rosario Endrinal, la mujer que fue quemada viva por tres jóvenes de entre 16 y 18 años en un cajero automático de Barcelona en 2005. Sin embargo, es frecuente que la atención mediática hacia estas formas tan evidentes de desprecio hacia las víctimas de la exclusión oculten el hecho que la aporofobia se fundamenta en discursos hondamente enraizados en unas creencias y prejuicios acerca de “los pobres” que lejos de ser el producto de ideologías reaccionarias están vinculados a las “sociedades de clases medias” occientales de la segunda mitad del siglo XX.
Durante las décadas de expansión de los Estados del bienestar, la preocupación por la pobreza que se resiste a desaparecer a pesar del crecimiento económico y de la construcción de mecanismos de protección social para las clases trabajadoras lleva a lo que Zygmunt Bauman denomina el descubrimiento de la clase marginada: una amalgama de colectivos y personas que quedan fuera de la sociedad mayoritaria por llevar estilos de vida no convencionales y, casi siempre, moralmente reprobables. Cuando el Estado benefactor se presenta como un proyecto de unas amplias clases medias que simbolizan un estilo de vida mayoritario, compartido y deseable, la pobreza se convierte en un fenómeno social anormal y fácilmente estigmatizable. En las sociedades del bienestar, el consumo y el pleno empleo, “ser pobre” consiste, ante todo, en no tener ingresos ni trabajo en el mercado laboral. Con tasas de desempleo cercanas a cero resulta sencillo atribuir la pobreza a la vagancia y la inadaptación social. Para unas clases trabajadoras identificadas con las políticas socialdemócratas y con la ética del trabajo industrial, es política y emocionalmente cómodo aceptar que la pobreza es resultado de comportamientos desviados, construyendo una alteridad en “el pobre” que, en las ciudades fordistas, se encarna en el habitante de barrio marginal o en el vagabundo sin hogar.
En el contexto de esplendor de los Estados del bienestar se tiende a obviar las causas estructurales de marginación de personas y colectivos que acumulan múltiples factores de exclusión social. Las lagunas en la protección social de los hogares monoparentales o no normativos, la discriminación racial y étnica, o los vacíos en el apoyo social a personas con enfermedades mentales, quedan en un segundo plano detrás de la centralidad de las características individuales y a comportamientos desviados que deben ser estudiados y convertidos en objeto control, ya sea a través de la intervención social, ya sea a través del disciplinamiento policial y penal.
La expansión de los riesgos sociales y de la precariedad que se abre a partir de la crisis del welfarismo y de la imposición de programas políticos neoliberales no erosiona esta identificación de “los pobres” como esos “otros” con características diferentes de la sociedad “integrada”. Durante los 80 y los 90 por ejemplo, los estudios sobre personas sin hogar en EEUU y Europa siguen buscando la descripción de un objeto de análisis y construyendo un estereotipo que sigue presente en el imaginario de las sociedades opulentas porque cumple dos funciones simbólicas esenciales. Por un lado, permite a la ciudadanía de vida “normalizada” mantener la certeza de que, por mal que vayan las cosas, nadie es víctima de las formas más extremas de pobreza urbana si no tiene vinculación con vicios, comportamientos desviados o con una genérica “mala vida”. Por el otro, la culpabilización de la víctima siempre resulta un modo eficaz de romper vínculos morales. Uno no se puede responsabilizar de la suerte de quién se ha labrado su mala situación y, si lo hace, la motivación es la compasión.
El rechazo y la compasión pueden llegar a ser dos caras de la misma moneda. Afirmaciones como “los pobres son manirrotos que no saben administrar el dinero”, “mejor dar comida que dinero para evitar que se lo gasten en drogas o alcohol”, “la pobreza lleva a la delincuencia” o “los pobres no necesitan ayudas sino un empleo” se pueden sostener simultáneamente desde la aporofobia o desde la caridad. De hecho, la intervención social con personas en situaciones de marginalidad tiende a crear herramientas de control que garanticen que las personas perceptoras de ayudas sociales (públicas o de entidades del tercer sector) destinen el dinero recibido a unas necesidades definidas por profesionales especializados.
Identificar a las personas que viven la pobreza como desviadas con comportamientos distintos a los propios es el primer eslabón de la escalera de la aporofobia. El tratamiento mediático de la pobreza y, sobretodo el de la pobreza extrema, no ayuda a romper con esta diferenciación. El sinhogarismo constituye un ejemplo paradigmático de perpetuación de estereotipos a través de discursos aparentemente contrapuestos.
Buena parte de los artículos, crónicas y reportajes referidos al sinhogarismo adoptan el discurso del fracaso individual y presentan a la persona sin techo como alguien que vive las consecuencias de sus malas decisiones, de su falta de compromiso con el trabajo o de sus vicios y adicciones. A menudo, aunque no siempre, este discurso aparece combinado con un discurso de rechazo excluyente, que presenta la persona en situación de pobreza extrema como una molestia para una comunidad o un vecindario, poniendo en el centro de la narrativa aquellas actitudes que generan un impacto negativo en la gente “normal” cuya vida se ve afectada negativamente por la presencia de personas sin techo cerca de sus hogares. En estos textos y productos audiovisuales se habla de indigentes que tienen comportamientos antihigiénicos o peligrosos, se suele poner énfasis en la suciedad o las peleas para justificar una demanda de actuación de una autoridad frente a un agrabio hacia la ciudad y sus gentes. Los agrabiados que suelen aparecer como voces autorizadas en los reportajes son vecinos pero sobretodo comerciantes que afirman que su actividad económica se ve perjudicada.
La contestación al discurso del rechazo suele estar protagonizada por entidades sociales que atienden a personas sin techo. Ya sea a través de sus propios productos audiovisuales y escritos, o participando en piezas informativas como voz experta, las oenegés contribuyen a configurar la imagen de las personas sin hogar y a condicionar la opinión pública acerca de las vías de solución a sus problemas. El tono y la orientación de los mensajes públicos de las entidades depende en gran medida de la necesidad de captar la atención sobre su causa a ciudadanas y ciudadanos que se sientan conmovidos por historias personales y que convencidos de la buena labor de la organización, se impliquen o realizen aportaciones econòmicas. Por un lado, este discurso acaba sobrevalorando la capacidad de las actividades solidarias para solucionar los problemas sociales. Por el otro, contribuye a la disociación de intereses entre la población “normalizada” a la que se dirigen las acciones comunicativas y la población atendida a la que se representa como víctima del infortunio, o incluso de sus malas decisiones, pero que merece compasión.
Desgraciadamente, los discursos acerca de las formas extremas de pobreza vasculan entre el rechazo y la compasión sin abandonar la división entre la población “normalizada” y la población marginalizada, olvidando que el sinhogarismo es la expresión extrema de la exclusión del mercado de la vivienda, de la precariedad laboral, de la falta de protección social y de las leyes migratorias. Resulta difícil hacer frente a los discursos de odio y rechazo sin romper con la alterización de esta amalgama de gentes en situaciones extremas que son “los pobres”. Comprender que los comportamientos, las decisiones, y las emociones de las víctimas de la pobreza no son diferentes a las de periodistas, empresarios, profesionales de la sanidad o de lo social, maestros o profesoras, es el primer paso para combatir la aporofobia.