Artículo publicado originalmente en catalán en la revista Perspectiva Escolar n 360 de diciembre de 2011

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Las situaciones de pobreza y de exclusión social vividas durante la infancia tienen consecuencias que acompañan a las personas que las han sufrido durante el resto de sus vidas. En los siguientes párrafos se revisan los efectos que la pobreza infantil tiene sobre la estructura de oportunidades de las personas que la padecen y sobre la transmisión de las desigualdades sociales de generación en generación.

Un sistema socioeconómico que no garantiza que los niños no vivan la exclusión social no puede asegurar ningún tipo de igualdad de oportunidades. Ante una realidad que nos evidencia que la sociedad meritocrática es una ficción, se presentan algunos argumentos provenientes de diferentes ciencias sociales que orientan cuál podría ser el rol de las instituciones educativas para reducir las desigualdades sociales.

De la pobreza integrada a la pobreza marginal

La pobreza es la situación en la que un individuo no logra cubrir sus necesidades básicas de manera satisfactoria. En todas las sociedades, los déficits alimentarios, la no disponibilidad de un espacio donde resguardarse de las inclemencias atmosféricas, o la incapacidad de obtener ropa con la que vestirse adecuadamente según los criterios culturales y sociales establecidos, han sido señales inequívocas de pobreza. Durante la primera industrialización, las sociedades europeas asumían la precariedad de la clase obrera como algo natural, al tiempo que aceptaba como una realidad inevitable que aquellas personas no aptas para trabajar vivieran en la miseria. Los colectivos excluidos de la actividad laboral, personas enfermas o con discapacidades, personas mayores, niños huérfanos, eran los que recibían la asistencia, en forma de caridad, de la iglesia o de organizaciones filantrópicas. Por Zygmunt Bauman (2003), el vínculo desempleo-pobreza se consolidó con la divulgación y la adopción por parte de las sociedades modernas de la ética del trabajo, que consagra esta actividad humana como un fin en sí misma y empuja a los obreros, antes campesinos o artesanos, a aceptar la organización industrial de la producción.

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Il·lustración de Sol Corradi

La investigación sociológica y económica sobre la pobreza tiene sus raíces en el entorno académico anglosajón del siglo XIX y está fuertemente asociada a una visión liberal, que asume como propia la ética del trabajo y que entiende la sociedad como una masa de individuos que compiten por un lugar en el mercado laboral. Para los representantes de esta visión y para sus sucesores y sucesoras, la función de las políticas sociales debería ser asegurar unos recursos mínimos a los individuos para sobrevivir. El acento de esta línea de análisis recae en la distribución de la riqueza y la disponibilidad de recursos materiales, aunque algunos exponentes más contemporáneos de esta tradición, como Townsend (1979), opinan que estos mínimos deben permitir a las personas o los componentes de un hogar la “participación” social. Las personas objeto de estas políticas son, pues, las que no pueden acceder a un salario: personas enfermas, con discapacidades, personas mayores sin recursos …

La precariedad en que vivían los obreros y las obreras industriales fue el origen de las tradiciones revolucionarias de los siglos xix y xx, pero fuera del movimiento obrero esta pobreza era inherente al sistema productivo y no se consideraba un problema social. El fuerte crecimiento económico alcanzado durante la reconstrucción posterior a la Segunda Guerra Mundial y la configuración de los Estados del Bienestar occidentales redujeron considerablemente la precariedad material de la clase obrera y redujo las amplias bolsas de pobreza formadas por familias campesinas que habían emigrado a las zonas industriales. Los debates sobre la escasez de recursos del proletariado quedaron aparcados porque se asumía que las políticas redistributivas de carácter socialdemòcrata2 eran, por sí mismas, el mejor programa de lucha posible contra la pobreza. Las socialdemocracias, aplicando el principio de “desmercantilización” ofrecían a las personas trabajadoras un marco de relaciones sociales estable frente a las contingencias que podían apartar a los individuos de la vida laboral. El objetivo de esta seguridad era hacer los ciudadanos algo más que una mercancía intercambiable (Paugam, 2007:141) y romper con la reproducción social de las desigualdades ofreciendo oportunidades equiparables a los diferentes estratos de la población.

Pero a pesar de los Estados del Bienestar y el imponente crecimiento económico, todas las sociedades occidentales, en mayor o menor medida, ven como hay bolsas de pobreza que persisten. Es en este marco donde se empieza a problematizar la pobreza ya buscar en “las personas pobres” factores individuales que expliquen su situación. En 1958, en su ensayo sobre La sociedad opulenta ¸ Galbraith ya desvincula la pobreza de circunstancias estructurales y la atribuye a factores como la deficiencia mental, la mala salud, la falta de disciplina, una fertilidad excesiva, el consumo de alcohol, una educación insuficiente o una combinación de varios de estos factores. Galbraith sólo asume la existencia de algunas islas de pobreza estructurales vinculadas a modos de producción agrícola en zonas rurales. Esta visión es criticada años después por Michael Harrington The Other America, que afirma que durante una etapa de prosperidad en la que las grandes masas acceden al bienestar, los grupos minoritarios que quedan al margen llegan a molestar a la sociedad mayoritaria.

Es en el entorno académico y activista francés en el que se empieza a utilizar la expresión “exclusión social”. El Movimiento ATD Cuarto Mundo, comprometido con la defensa de los colectivos subproletaris usaba este término para referirse a la situación de marginación de los beneficios del crecimiento económico en que se encontraban los grupos “tradicionalmente pobres” o los “pobres de siempre” . En aquellos tiempos, la noción de exclusión se refería mucho más al proceso activo de marginación de estos grupos que en la situación individual de rotura con el mercado laboral y con las redes de apoyo social.

En el marco de unos Estados del Bienestar que supuestamente garantizaban una red de protección a las personas sin empleo o con problemas de inserción social, qué factores, individuales o estructurales, hacían que hubiera personas que no pudieran llevar una vida “normalizada” ? Y aún más importante, que hacía que las situaciones de exclusión social se transmitieran de padres a hijos? Ante la retórica de la igualdad de oportunidades, la realidad se empeñaba en demostrar que los hijos de las familias más pobres, seguían en situaciones de exclusión llegada la vida adulta.

El debate hoy se ha visto modificado por los profundos cambios que han vivido las sociedades de primera industrialización. La visión de la pobreza como fenómeno marginal comienza a resquebrajarse con la expansión de lo que Ulrich Beck (1984) llamó la sociedad del riesgo. La globalización neoliberal y la crisis de los Estados del Bienestar, provocan una “democratización” de los riesgos sociales entre extensos grupos de las amplias clases medias de los países ricos. Las deslocalizaciones, la desindustrialización y la terciarització3 de la economía, la individualización de los hábitos sociales y el deterioro de las redes de relación y de apoyo mutuo, la contención de los salarios reales, y las reformas laborales que reducen la protección de los puestos de trabajo, son algunos de los factores que hacen que el riesgo de caer en situaciones de exclusión social se extienda más allá de los colectivos tradicionalmente marginados.

Desde la sociología crítica ya no sólo se pone en duda la igualdad de oportunidades, sino que, además, se habla de una precarización de las clases medias y de la consolidación de barreras insalvables que mantienen a las personas con un origen social humilde en un riesgo de exclusión social constante. La reproducción de estas desigualdades tiene mucho que ver con la estructura de oportunidades que rodea las personas desde la infancia. Como veremos en los próximos párrafos, la pobreza vivida durante la infancia erosiona esta estructura de oportunidades genera unos desventajas a las personas que la padecen que cristalizan la vulnerabilidad social y hacen que pase de generación en generación.

Algunos de los factores que han incrementado la vulnerabilidad de la población infantil

Dejando de lado, si es que ello es posible, las consideraciones morales asociadas, la pobreza infantil constituye un problema social de primera magnitud debido a las consecuencias individuales en las personas que la padecen ya la repercusión que tiene sobre la cohesión social. Las sociedades capitalistas legitiman las desigualdades sociales a través del mérito y de la igualdad de oportunidades. Es decir, asumiendo que todas y todos disfrutamos de una posición de salida similar garantizada por la educación pública y unos servicios básicos, disfrutará de mayor riqueza aquel que más talento tenga y más trabaje. Ya es discutible que entre el grueso de la sociedad “normalizada” se cumpla el principio de igualdad de oportunidades, pero la existencia de la pobreza y la exclusión social entre los niños evidencia, sin ningún tipo de discusión, que hay personas que parten con unos desventajas sociales evidentes ya desde el nacimiento.

La extensión de los riesgos sociales (Beck, 2006) asociada a la posmodernidad ha generado una serie de factores que han incrementado la vulnerabilidad de una población infantil que, dentro de los Estados del Bienestar de posguerra, gozaba de una protección mucho más intensa que la actual.

Sistemas de protección social androcéntricos y diversificación de los modelos familiares

El contraste entre unas instituciones del bienestar pensadas para satisfacer las necesidades de un modelo de familia nuclear tradicional con la actual pluralidad de realidades familiares ha provocado que los riesgos sociales afecten con mayor intensidad a mujeres que a hombres, dando lugar a una creciente feminización de la pobreza. La acumulación de desigualdades en los diferentes ámbitos de la vida cotidiana y las desventajas en el entorno laboral se suman a unos sistemas de protección social que tienen como beneficiario principal el “breadwinner” de un hogar, generalmente hombre, con un lugar de trabajo a tiempo completo, y con una vida laboral “sin interrupciones” (Nuño, 2010).

En las sociedades postindustriales, la feminización de la pobreza ha golpeado sobre todo a las mujeres mayores que viven solas y en los hogares monomarentales (Sarasa y Salas, 2004). Es en este último tipo de familias donde se produce una mayor concentración de niños en situaciones de riesgo de pobreza. En la explotación de los datos de los expedientes del Programa Interdepartamental de Renta Mínima de Inserción (PIRMI) realizado en 2005 (Salas, 2005), se calculaba que cerca de un 12% de los hogares monomarentales de la ciudad formaban parte de este programa (por un 0,13% de los hogares con más de una persona adulta).

Incremento de la dedicación al trabajo mercantilizado y la nueva pobreza ocupada

El aumento del número de horas que dedican las personas adultas de un hogar al trabajo mercantilizado ha supuesto una disminución del tiempo disponible en las tareas de cuidado de la familia y de los niños. Aparte de la sobrecarga más que documentada de las mujeres, que asumen una doble jornada de trabajo con demasiada frecuencia no reconocida, esto tiene una repercusión directa en la calidad del tiempo dedicado a las criaturas y las actividades educativas.

El estancamiento de los salarios reales y la precarización de los mercados laborales ha hecho surgir nuevas formas de pobreza que no tienen porque estar vinculadas a una situación de desempleo o de exclusión del mercado laboral. Cada vez son más las personas que, a pesar de tener un empleo, no pueden salir de la situación de pobreza en que quedan debido a sus bajos ingresos. Los padres y madres que se encuentran en esta situación, no disponen del tiempo necesario para las tareas de cuidado o para implicarse en la educación de hijos e hijas, pero tampoco pueden contratar estos servicios en el mercado. Requieren, por tanto, el apoyo de redes comunitarias o familiares a veces inexistentes o muy débiles.

Pobreza infantil y perpetuación de las desigualdades

La posición socioeconómica de las familias, medida en función del nivel de ingresos y de las credenciales educativas de padre y madre, mantiene una asociación significativa con el rendimiento académico de los niños y con el riesgo de abandono escolar (Rumberger, 2001). Se hace muy complicado determinar hasta qué punto la relación se debe a la transmisión de actitudes y valores de la familia los niños y niñas o de las tensiones derivadas de las penurias de la escasez económica. En cualquier caso, hay estudios empíricos que confirman que una alimentación deficiente influye en el desarrollo cognitivo y en el rendimiento escolar de los niños, y otros que muestran que en el caso de que una familia tenga sus miembros en edad de trabajar en el paro, la percepción de una prestación por parte de la seguridad social tiene una influencia estadísticamente significativa en la prevención del fracaso escolar (Auda y Willms, 2001). Los déficits educativos tienen una relación muy estrecha con la estructura de oportunidades laborales de las personas y el fracaso escolar es una variable muy relevante para explicar la pobreza y la exclusión en la vida adulta.

La probabilidad de que los niños sufran trastornos mentales también aumenta si viven situaciones de pobreza o privación económica durante los primeros años de vida. La incidencia de desórdenes de conducta, problemas de adaptación social y de depresión infantil, es mucho más alta entre los niños y niñas en situación de pobreza que entre el resto de la población infantil (Seccombe, 2000). Los niveles de ansiedad que sufren los padres y las madres en situaciones de privación repercute negativamente en la relación que mantienen con las criaturas y los análisis de datos longitudinales apuntan a que la duración de estas situaciones está correlacionada con la incidencia de desórdenes mentales y trastornos cognitivos en los niños y con la probabilidad de fracaso escolar (McLeod y Shanahan, 1993).

La influencia de la familia y de la escuela tienen un alcance limitado. Las redes que los chicos y chicas establecen en la adolescencia dependen, en gran parte, de su elección entre los iguales con quienes se relacionan en el entorno más cercano. Los estudios empíricos indican que los adolescentes que abandonan la escuela prematuramente han incrementado previamente las conexiones con redes sociales donde abundan otros adolescentes con fracaso escolar y que han experimentado un rechazo creciente por parte de sus iguales en la escuela (Auda y Willms, 2001 ).

Pero más allá de lo que coloquialmente llamamos “las malas compañías”, las redes sociales también determinan lo que podríamos llamar capital social. Coleman (1988) constató que el capital económico y educativo de los padres y madres no era suficiente para explicar el desarrollo cognitivo y social de los niños y definió el capital social como el cúmulo de recursos de que dispone una persona en función de las relaciones sociales de su familia, de las relaciones vecinales y de las redes de participación en la vida social a las que tiene acceso. En este sentido, crecer en un barrio con el tejido social debilitado, donde las relaciones interpersonales son escasas o conflictivas y donde no existen recursos comunitarios, se convierte en un factor de exclusión en la medida en que la familia no encuentra el apoyo del entorno y el niño y posteriormente el adolescente no siente ningún tipo de control social por parte de la comunidad. Esto es especialmente grave cuando los núcleos familiares se encuentran alejados de la familia extensa por ser inmigrantes.

Para la realización del informe Itinerarios y factores de exclusión social (Sarasa y Salas, 2009) realizamos un análisis del ciclo vital de una muestra de 300 personas en situación de exclusión social de la ciudad de Barcelona. Constatamos una serie de factores comunes en la infancia de las personas encuestadas que constituían predictores estadísticamente significativos de situaciones de vulnerabilidad social en la vida adulta. Resultaron variables estadísticamente significativas para la mayoría de situaciones de exclusión haber llegado a pasar hambre durante la infancia, haber formado parte de una familia en situación de precariedad económica severa o haber vivido en familias donde nadie trabajara durante un largo periodo de tiempo.

L’escola contra la perpetuació de les desigualtats

La combinació d’una escola pública de qualitat i de polítiques laborals facilitadores de la conciliació entre les tasques laborals i les tasques de cura han permès als països nòrdics mantenir els ràtios de pobresa infantil més baixos i la mobilitat social ascendent més alta de l’OCDE (Esping-Andersen, 1999, 2005). L’evidència empírica sosté que la proporció de criatures amb un rendiment escolar baix és menor en els països on la pobresa infantil és baixa, i que les desigualtats de classe social en el rendiment escolar també és menor en aquells països on hi ha menys pobresa (Hertzman, 2000). Així, doncs, retornant a l’inici, la qualitat de l’educació i els nivells de pobresa es retroalimenten convertint així les polítiques de lluita contra l’exclusió social de la infància i les polítiques educatives de qualitat en accions complementàries.

L’escola pot esdevenir un espai on prevenir l’exclusió social futura ja des dels primers anys de vida.    Una de les conclusions més clares de l’estudi Itineraris i factors d’exclusió social (Sarasa i Sales, 2010)  va ser la constatació estadística del paper preventiu que pot exercir l’escolarització prèvia als 6 anys dels infants que viuen situacions de risc social. Mentre que entre les persones amb una situació normalitzada durant la infància, haver començat l’escolarització abans dels 6 anys no tenia cap influència estadísticament significativa sobre el seu desenvolupament cognitiu i sobre els seu rendiment escolar, per a les persones que sí que havien viscut la precarietat a la primera infància, la preescolarització presentava un efecte preventiu estadísticament significatiu. Altres estudis empírics indiquen que hi ha habilitats que es poden adquirir amb la família en els primers anys de vida i que no necessiten d’escolarització en cas de viure en una llar normalitzada, però que quan es tracta d’una llar en situació d’exclusió social o que passa moments d’extrema precarietat requereixen un espai de socialització fora de la família (Figlio i Roth, 2008). Una escola bressol pública i una preescolarització pública i d’accés universal podria exercir un efecte preventiu d’itineraris vitals marcats per l’exclusió.

En etapes posteriors, la intervenció de mestres i d’altres professionals de l’educació pot ser clau per reconduir trajectòries d’exclusió o per facilitar itineraris escolars satisfactoris als infants que viuen situacions de precarietat a la llar. Al mateix estudi, vam constatar que els problemes dels adolescents amb les figures adultes d’autoritat esdevenen detonants de trajectòries d’exclusió quan l’individu no troba el suport de cap persona adulta alternativa i es refugia en el grup d’iguals. Segons la nostra anàlisi, trobar suport d’un adult o adulta al centre escolar quan la situació a casa és molt tensa pot marcar la diferència entre l’adopció o la no adopció de pautes de comportament antisocials. L’escola ha de tenir les eines per a detectar problemes i participar en les solucions treballant conjuntament amb uns serveis socials especialitzats.

La escuela contra la perpetuación de las desigualdades

La combinación de una escuela pública de calidad y de políticas laborales facilitadoras de la conciliación entre las tareas laborales y las tareas de cuidado han permitido a los países nórdicos mantener los ratios de pobreza infantil más bajos y la movilidad social ascendente más alta de la OCDE (Esping-Andersen, 1999, 2005). La evidencia empírica sostiene que la proporción de niños con un rendimiento escolar bajo es menor en los países donde la pobreza infantil es baja, y que las desigualdades de clase social en el rendimiento escolar también es menor en aquellos países donde hay menos pobreza ( Hertzman, 2000). Así pues, volviendo al inicio, la calidad de la educación y los niveles de pobreza se retroalimentan convirtiendo así las políticas de lucha contra la exclusión social de la infancia y las políticas educativas de calidad en acciones complementarias.

La escuela puede convertirse en un espacio donde prevenir la exclusión social futura ya desde los primeros años de vida. Una de las conclusiones más claras del estudio Itinerarios y factores de exclusión social (Sarasa y Salas, 2010) fue la constatación estadística del papel preventivo que puede ejercer la escolarización previa a 6 años los niños que viven situaciones de riesgo social . Mientras que entre las personas con una situación normalizada durante la infancia, haber comenzado la escolarización antes de los 6 años no tenía ninguna influencia estadísticamente significativa sobre su desarrollo cognitivo y sobre su rendimiento escolar, para las personas que sí habían vivido la precariedad en la primera infancia, la preescolarización presentaba un efecto preventivo estadísticamente significativo. Otros estudios empíricos indican que hay habilidades que se pueden adquirir con la familia en los primeros años de vida y que no necesitan de escolarización en caso de vivir en un hogar normalizada, pero que cuando se trata de un hogar en situación de exclusión social o que pasa momentos de extrema precariedad requieren un espacio de socialización fuera de la familia (Figlio y Roth, 2008). Una guardería pública y una preescolarización pública y de acceso universal podría ejercer un efecto preventivo de itinerarios vitales marcados por la exclusión.

En etapas posteriores, la intervención de maestros y otros profesionales de la educación puede ser clave para reconducir trayectorias de exclusión o para facilitar itinerarios escolares satisfactorios los niños que viven situaciones de precariedad en el hogar. El mismo estudio, constatamos que los problemas de los adolescentes con las figuras adultas de autoridad convierten detonantes de trayectorias de exclusión cuando el individuo no encuentra el apoyo de ninguna persona adulta alternativa y se refugia en el grupo de iguales. Según nuestro análisis, encontrar apoyo de un adulto o adulta en el centro escolar cuando la situación en casa es muy tensa puede marcar la diferencia entre la adopción o la no adopción de pautas de comportamiento antisociales. La escuela debe tener las herramientas para detectar problemas y participar en las soluciones trabajando conjuntamente con unos servicios sociales especializados.

La prevención de la exclusión social en la infancia: una inversión de futuro

Los recursos que una sociedad destina a la educación no pueden ser considerados un gasto. Son una inversión que se recupera con creces cuando las personas llegan a la vida adulta. Si en algún momento, el discurso ideológico dominante asume esta afirmación lo hace aceptando que el sistema productivo necesita buenos trabajadores que se adapten a las necesidades del mercado laboral. Pero desde una perspectiva más amplia, destinar recursos a una educación pública de calidad es una apuesta por la cohesión social. Sólo a modo de ejemplo, una intervención de los servicios sociales solicitada por el equipo de orientación de una escuela tendría un coste medio anual de unos 300 euros. Partiendo de la base que los estudios avalan una cierta efectividad de estas intervenciones para evitar la exclusión en la vida adulta, basta comparar este costo con el de una pensión no contributiva (4709 euros anuales), el de un tratamiento residencial para toxicomanía (30.000 euros anuales) o el de un encarcelamiento (24.119 euros anuales), para ver que la prevención es económica y humanamente más rentable que la atención a las personas que ya se encuentran en situaciones de exclusión severa.

Referencies bibliográfiques

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