Justo antes de iniciar las fiestas Navideñas, el Instituto Nacional de Consumo (que depende del Ministerio de Sanidad y Consumo) lanzó una campaña con el título “compra con criterio” que invitava a fijarse un presupuesto para las compras y los regalos, a preparar una lista antes de lanzarse a gastar y a no abusar de las tarjetas de crédito. Ciertamente, la campaña no tiene como objetivo directo la reducción del consumo pero resulta evidente que luchar contra las compras compulsivas debería repercutir en el nivel de gasto de las familias. El mensaje que parece razonable: ante la incertidumbre causada por la crisis, mejor ahorrar un poco para no tener que arrepentirnos de nuestro despilfarro en la cuesta de enero, que este 2009 promete ser larga y pronunciada.

Llegadas las rebajas de enero, la frase “compra con criterio” sigue estando en plena vigencia. Aunque el sentido común y el Instituto Nacional de Consumo nos aconsejen no pasarnos con las compras, analistas, tertulianos y políticos de diferentes colores, nos recuerdan nuestro deber y nos repiten una y otra vez que no nos olvidemos de consumir. Para salir de la crisis, para generar empleo, para volver a engrasar la maquinaria productiva, para sostener el pequeño comercio, debemos consumir. El buen ciudadano y la buena ciudadana deben consumir de acuerdo a su nivel de ingresos, sin asustarse por la crisis y sin ahorrar excesivamente. No se trata de necesidad o de placer, consumir es nuestra obligación y, de no hacerlo, estamos cometiendo un acto de profunda insolidaridad con las trabajadoras y los trabajadores de las fábricas afectadas por EREs EROs y otras siglas terroríficas.

Ante la disyuntiva, me permito proponer al menos tres razones para introducir prudencia y responsabilidad en nuestro consumo sin tener que hacer frente al sentimiento de culpa del que se sabe causante del enfriamiento económico.

En primer lugar, el origen de la crisis no se encuentra en la caída de la demanda. Si realizamos el ejercicio de hacer un inventario de las causas de la situación económica internacional, el sobreendeudamiento de los hogares ocuparía un puesto destacado. La demanda agregada de bienes de consumo, y sobretodo de viviendas, se ha incrementado dinero5ln0concediendo créditos para que los hogares de los países ricos consumieran por encima des sus ingresos. En la última década las entidades bancarias han generado productos financieros que no estaban respaldados por una garantía real de retorno. Bancos y cajas de todo el mundo empaquetaban estos créditos y los vendían como fondos de inversión obteniendo así beneficios inmediatos sin tener que esperar al vencimiento y trasladando el riesgo de impago a los inversores. Este sistema se ha mantenido en base a la confianza ciega en unas instituciones financieras que, no estando sujetas a un control público efectivo, han seguido vendiendo deuda aún a sabiendas de que la burbuja estallaría de un momento a otro. En conclusión, la demanda agregada se ha mantenido apoyándose en una burbuja especulativa con fecha de caducidad.

Segunda razón. Si la demanda agregada no ha crecido al ritmo en que se incrementaba la producción ha sido porque la globalización ha incorporado millones de nuevos trabajadores y trabajadoras industriales que no pueden acceder al consumo de aquello que ellos mismos producen debido a sus salarios de miseria y a las condiciones de explotación en que se encuentran. Si en los países ricos podemos hablar de terciarización de la economía o de sociedades post-industriales es gracias a la deslocalización de la industria a otras zonas del planeta. Para poder mantener e incrementar el nivel de consumo de nuestras sociedades de bienes i servicios ha sido necesario proveer a la masa de consumidores y consumidoras productos “low-cost”. De esta forma, pese a la contención salarial y la precarización de las condiciones de trabajo, se ha popularizado el acceso a todo tipo de productos calmando tensiones sociales y garantizando los beneficios de las grandes corporaciones transnacionales. Pero los productos “low cost” tienen un coste social (y medioambiental) escondido que pagan las personas que trabajan durante jornadas interminables a cambio de cantidades de dinero que no alcanzan para llevar una existencia digna. La lógica neoliberal nos ha llevado a una carrera miope hacia la precariedad y la polarización social, sin reparar en que, al final del recorrido, no habrá clase media que pueda ir de compras.

La tercera razón y la más importante es que no sólo estamos inmersos en una crisis económica, también vivimos desde hace mucho tiempo una crisis ecológica generada por la necesidad de crecimiento continuo que impone el propio sistema capitalista. Ya no se trata de solidaridad con las generaciones futuras. Hasta el más optimista aceptará que nuestro planeta no podría resistir a siete mil millones de consumidores y consumidoras desenfrenados que utilizaran la “Visa” al mismo ritmo que lo hacemos europeos, norteamericanos o japoneses. Siendo así, ¿qué modelo deben seguir los países de nueva industrialización? Hasta ahora la riqueza generada por la economía de exportación ha llenado los bolsillos de la clase dominante y de las grandes corporaciones transnacionales. Esta riqueza no se ha traducido en consumo ni en la creación de mercados locales sino que se ha convertido en inversión, la mayor parte especulativa.

Albert Sales i Campos

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